Maldigo el día que hice caso a mi mejor amigo y me fui de caza. No me malinterpreten, me encanta matar, pero después de una noche de casinos y furcias, uno no tiene el cerebro demasiado jugoso como para luchar contra la despiadada naturaleza. Apenas sin dormir, cogí mi todoterreno y me fui al norte de la comarca en busca de la cena. Con mi Mauser yo era el hombre y mi presa la hembra: tenía la bayoneta cargada y ni una bala; iba a metérsela bien dentro. Con paso firme y 10 litros de agua para soportar la resaca, me adentré en el bosque a cobrarme mi presa.
A las dos horas de empezar mi camino lo vi: era hermoso, su pelaje blanco tenía grabado el nombre bufanda en la piel y sus gorditos muslos hacían que babease cual bebé ante una teta. Agarré mi fusil y cargué como un berserker inyectado en sangre. El animal me oyó y corrió y corrió. Cualquier fallo hubiese sido su perdición y le hubiese arrancado la cabeza con mis dientes de no ser por aquellos comeflores que se interpusieron en mi camino. Ese koala desgraciado se metió en la tienda de uno de estos hippies modernos en busca de protección. ¡Maldito sea! Sus amigos de rastas me cortaron el paso. Intentaron convencerme de que aquel koala era una criatura de Dios, que las armas estaban prohibidas en el campamento y demás historias. Era todo demasiado confuso, yo apenas podía respirar y sus palabras vacías rebotaban en mi cabeza con cada latido de mi corazón. Triste y abandonado por la suerte, me retiré al bosque en busca de otro koala con el que preparar mis «Delicias de puro amor», el plato que había enamorado a mi gusto y estómago en aquella fiesta.
Estuve andando durante media hora hasta que me di cuenta de que el bosque se había perdido y yo no encontraba la salida. Seguí monte a traves hasta alcanzar un precioso valle, pero el tiempo cambió y donde antes había un bello sol amarillo ahora una nube negra cubría mi cabeza.
Todavía recuerdo aquella extraña noche: la nieve, la niebla, el granizo, la lluvia, el sol. Me encontraba desorientado por aquel valle siniestro y no tenía donde cobijarme de los elementos. Seguí andando por aquel camino tortuoso hasta llegar por fin al pie de las montañas. Y ahí estaba ese maldito pueblo, aquel jodido pueblo... El hedor de las calles, la podredumbre de las maderas, las calles empedradas, el ruido del hierro de las verjas. Y a lo lejos, una luz ¿la iglesia? no, ni un crucifijo, ni un campanario. A lo lejos: la taberna.
Abrí de par en par la puerta y con mi llegada vino el viento aullando. Y vi sus caras, esas deformidades andantes, esas voces que eran como estocadas en el tímpano, esas mujeres viejas y arrugadas. Esos hombres desdentados sentados alrededor del fuego. Contaba el más viejo una historia. Saludé educadamente y yo también me senté alrededor del fuego.
Aquella era la Taberna del Estrofio, el reino de los cuentos.
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