jueves, mayo 07, 2009

¡Y yo que sabía...

... lo que era cuando le vi por primera vez ahí sentado comiendo leña! Al principio supuse que era un pobre hombrecillo al que se le había olvidado la hogaza al salir a una de esas excursiones dominicales, pero según me acercaba pude distinguir bien frente a quien o que me encontraba. Lo primero que pensé al verle fue en lo gordos que tendrían que ser los bichos de aquellos parajes para que existiesen murciélagos tan grandes. Fueron tales mis arcadas al ver a semejante engendro que el bicharraco notó mi presencia y de un salto se puso en guardia.

Los dos nos quedamos frente a frente mirándonos. Podía sentir, como si de un escalofrío se tratara, aquello ojos diminutos cortarme la mirada. En sus manos huesudas podía ver como le fluía la sangre a borbotones por las venas transparentes. Estaba asustado, lo reconozco. Aquel desgraciado tenía la altura perfecta para arrancarme los huevos de cuajo con sus carcomidos dientecillos. Si él babeaba como un perro rabioso, yo también (donde fueres, haz lo que vieres), si el gruñía, yo no podía ser menos. ¿Amigo? ¿Enemigo? Ni él confiaba en mi ni yo en él. Ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso. Hasta que por el arroyo que nos separaba, saltó una trucha a pescar un mosquito que volaba por encima del agua. Raudo y veloz, con todas mis fuerzas, pegué una patada al pez con tan buena suerte que di en todo el ojo a aquel desgraciado geniecillo. Aquel bastardo se derrumbó sobre el tocón de arbol y se partió el cuello en la caída.

Y de la sangre que le brotaba por la boca, nacieron pequeñas florecillas amarillas que miraban hacia el sol, y su cuerpo se transformó en verdosa materia que se convirtió en esponjoso musgo que cubrió entero aquél trozo de árbol. Y del musgo nació una enorme seta. Ni siquiera yo con mi envergadura sería capaz de abarcarla entera. Y un rayo de sol cortó el cielo y penetrando por entre las hojas iluminó aquel hongo con amarillenta luz. Fue entonces cuando la seta se abrió y de sus carnosas láminas salió una muchacha. Pelo castaño y largo cubría su pecho y su rostro era de tal belleza que podría hacer enmudecer hasta la belleza de aquel atardecer. Dio un par de pasos y sumergió en el riachuelo sus piececillos, por donde jugueteaban todavía restos de musgo. Descalcé mis sandalias de rudo cuero y bañé los mios, enmudecido ante la extrañeza de los hechos.

Despúes de media hora en silencio y de juguetear ambos chapoteando en la cristalina agua, por fin aquella mujer abrió sus labios y fue más increible su historia que lo que había sido nuestro encuentro. Artibusa era su nombre y hacía al menos diez décadas que no veía el sol. Por despecho, una vieja amargada, envidiosa de la belleza de la niña, la maldijo con un terrible encantamiento: la convirtió en árbol putrefacto y puso a su cuidado a aquella ponzoñosa alimaña, que con su horrible cara conseguía evitar que cualquiera se pensase dos veces seguir con su camino. Muerto el engendro, con el se fue el hechizo y la mujer quedó liberada.

Artibusa se llamaba... todavía la recuerdo, con sus níveos pies chapoteando en el agua.

2 comentarios:

Mariu dijo...

bonito, si señor , muy bonito.

Protion9 dijo...

Leer a los clásicos (en este caso a Ovidio) siempre despierta la imaginación. Estaba un poco hambriento el blog de las leyendas que se contaban en la mesa mugrienta de la Taberna del Estrofio, jejeje.