Es increible lo que hoy me ha pasado. Estaba yo tan tranquilo meditando como cocinar una camada de cachorritos para ocho personas cuando de repente me han entrado unas terribles ganas de estornudar. He intentado evitarlo de todas formas posibles: abriendo los ojos, tirandome de los pelos de las cejas, lamiéndome la axila... pero ha sido inevitable. Me acordé de aquel pobre niño al que le explotó la cabeza por aguantarse un estornudo: el pobre no solo tenía ganas de estornudar, sino que tenía unos gases terribles. Estaba en clase y tenía bien claro que si salía lo uno, salía lo otro. Se reprimió, se reprimió y al final le explotó la cabeza. Así que me entró miedo, mucho miedo, muchísimo miedo. Relajé mi mente, me infundí esperanzas y terminé estornudando. Al fin y al cabo no era tan grave. No (perdonen que pare un momento, se me ha saltado el Songbird y se ha puesto Papá levante, así no hay quien se concentre). Pues eso, que no era tan grave: no había gente alrededor que me viese o que se sintiese acomplejada por mis poderosos estornudos (Por cierto, ¿como hacen las mujeres para no hacer ruido al estornudar? mira que son cucas, jajaja).
El caso es que ingenuo de mi, no note que cientos de miles de pequeñas gotitas de saliva fueron a parar a mi pantalla. Este pequeño e insignificante detalle pasaría desapercibido si no contásemos con que la mayoría de las pantallas TFT proporcionan adecuada fuente de calor para el cultivo de la vida. Si a eso sumamos la de veces que habré estornudado mientras estaba comiendo frente al monitor, tendremos los aminoácidos y proteínas necesarios para el desarrollo de formas de vida más complejas.
Aquella noche apenas pude dormir. Me sentía inseguro, vigilado. A veces oía algún ruido y me sobresaltaba. No podía parar de pensar que aquel monitor estaba engendrando a algún ser que podría perjudicarme de algún modo. O peor aún, que fuese tan delicioso que atrajese a seres depredadores que pudiesen acabar con mi existencia.
Al final tuve que levantarme, coger amoniaco y lejía y limpiar toda la pantalla. Luego la metí al congelador, como al pescado, para quedarme más tranquilo. Sin su fuente de calor, esos cabrones estaban perdidos.
Al volver a mi habitación, apagué la luz y me metí a la cama. Una pelusilla me entró en la nariz y me volvieron a entrar ganas de estornudar. Sin duda aquella fue una noche muy larga.
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