Las voces se alzaban vociferantes, esperando ver sangre. En ese preciso instante, ante más de cinco mil espectadores, un chorro de sangre salió a presión de aquella carcasa ahora muerta. Del suelo arenoso salían burbujas al absorber el líquido carmesí. Aquello era arte. La multitud se levantó extasiada. Todos coreaban el nombre del campeón, del heroe. Pañuelos blancos planearon hasta el ruedo y se empaparon de la arena, de la sangre y del sudor maloliente. Todos gritaban al unísono, esperando que se rematase la faena: que aquel cuerpo que gorgogeaba al respirar por su traquea cortada fuese finalmente mutilado y se ofreciera cual hecatombe al gran público.
Sin más dilación, el campeón, el héroe, cogio con su poderoso músculo y arranco de cuajo la cabeza que pendía de desgastados tendones y la alzó para poco después patearla lejos. La cabeza fue a parar al vestido blanco de una preciosa mujer morena, ahora con la cara roja, salpicada por el fluido vital.
Dos bueyes fueron a recoger al funesto toro. El cadaver caliente del torero yacería unos minutos más, pudriendose con el sol de la mediatarde. ¡Quien iba a decir lo interesantes que se volverían las corridas de toros con ingeniería genética y toros antropófagos!
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