lunes, julio 31, 2006

El claro

Uno nunca puede estar seguro de lo que cree, puesto que siempre se es joven y siempre se aprende en la vida.

¿Quien diría que Shakespeare al escribir "El sueño de una noche de verano" reflejaba quizás una realidad? Quien se atreva a dudar de aquellos seres que pueblan nuestros bosques y habitan nuestros riachuelos, que lea atentamente lo que le ocurrió a este pobre muchacho en una de sus excursiones un día de verano.

Andaba yo por el valle, metido en mis pensamientos. No hacía mucho que había terminado de trabajar de pastor y ya se sabe, el hombre es un animal de costumbres. Así que no podía evitar levantarme todas las mañanas con los primeros rayos del sol y recorrerme las sendas del lugar en busca de la frescura de los arboles y el dulce aroma de las flores silvestres.

Como todas las mañanas, cogí mi zurrón con comida para el almuerzo, mi honda para cazar algún desdichado conejo y mi bota llena de agua fresca del pozo. Salí de casa y me encaminé al lugar que llaman "El tranquilo", un claro en lo alto del bosque donde van a pacer las aguas cristalinas de la montaña antes de mezclarse con las del río Orbe.

Según iba paseando me maravillaba más con aquella delicia de paisaje. Los robles eran lo suficientemente grandes como para tapar el sol directamente, pero no tan espesos como para crear mucha humedad y dar un ambiente bochornoso. También crecían pequeñas rosas blancas a los lados del camino, todavía mojadas por el rocío. Y como colofón a tanta tranquilidad, no había molestas cigarras cargando el aire con sus cantos.

Cuando por fin llegué al claro, no note ninguna sensación especial. El paseo había sido tan agradable que yo creo que ya me había acostumbrado a tanta belleza. Me senté, meti los pies descalzos en el rio y me puse a cortar el queso de cabra que mi jefe me había regalado. Absorto en mi tarea, no me di cuenta hasta pasado un tiempo de que alguien estaba cantando una cancioncita al otro lado del riachuelo. Intrigado por aquella vocecilla, me incorporé con tal fuerza que tire una gran piedra al río de una patada. Con el ruido la voz se apagó. Empece a llamar a aquella persona para que no se asustase y le pregunté si quería sentarse a compartir mi rico almuerzo. Cual fue mi sorpresa que ante mis ojos y salida del hueco de uno de esos grandes robles aparecio una muchacha.

Faltarían palabras en nuestro querido castellano, y que digo, en cualquier idioma, para describir la belleza de aquella joven. Estaba completamente desnuda, tenía la piel nívea, el pelo largo y negro como el ébano y unos ojos con unas pestañas larguisimas. No parecía asustada, más bien encantada por mi invitación. Y de un chapuzon se metió al agua y llego a mis pies nadando como si fuese una sirena. Me sonrió y me dijo que a que me iba a invitar. Yo, un poco sonrojado y aturdido por la situación, no pude gesticular palabra alguna. Ella de un salto salió del agua y se puso a mi lado. Cuando por fin pude espabilar la empecé a hablar cual camarero, recitandola todo lo que llevaba encima. ¡Que vergüenza! Menos mal que a la chica le hizo gracia y así empezamos una grata conversación mientras compartiamos los ricos alimentos de la tierra.

Y así hasta la puesta del sol, que fue el momento más mágico de mi vida. No se si fue el vino que aligera la vida o los rayos rojizos del sol poniente que la pasión levantan, pero con el primer rayo del lucero nos pusimos a besarnos como dos recien casados. ¡Y hay que beso! Fue tan largo y tan embriagador que cai rendido a sus pies de cansancio, como si hubiese hecho el camino de Santiago en un solo día. De lo poco que pude enterarme fue de una breve risilla y de ver como ahora mi nueva amada, pues de ese beso bien pudo nacer mi amor, se zambullía en el agua y se adentraba en el bosque cantando aquella cancioncilla.

Yo me dormí inmediatamente. Al día siguiente estuve buen rato esperando que reapareciese. No hubo suerte y me volví a casa. A la semana intente volver a aquel lugar, ¡pero cual fue mi sorpresa que estaba todo totalmente cambiado y no reconocí el camino de vuelta!

Así acabó aquel periplo. Yo, con el corazón lastimado, pues la belleza quema el corazón y grava las recuerdos a fuego en nuestra mente, evitando el olvido. Lo cual no quita el gozo ni el sentirse vivo.

-Fin-

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